Hace 30
años, mientras se consumaba la derrota en Malvinas y comenzaba el derrumbe de la
Dictadura, empezó el lento diseño de un nuevo campo historiográfico académico que
se impondría a mediados de los 80. Sus características son conocidas. Se
fundaron en la voluntad de homologar a la producción de historia en Argentina
con las de las historiografías académicas de otros países, estableciendo criterios
“científicos” (de las Ciencias Sociales) para evaluar lo calidad de un texto,
como la presentación de la evidencia en el escrito, explicitación de un estado
de la cuestión, rigurosidad en el análisis y distancia crítica con el objeto de
estudio. Se seleccionó una “historiografía tradicional” con la que se
discutiría para construir el nuevo conocimiento y se redujo a otras corrientes –como
el Revisionismo– a la categoría de “fuentes”. En cuanto al formato de
exposición, la renovación historiográfica se alejó mayoritariamente de la
tradición de contar los hechos de manera cronológica e incluso abandonó
cualquier tipo de relato clásico para buscar una presentación temática, sobria
y sin pretensiones narrativas. Nuevos temas, nuevas perspectivas, nuevas
metodologías fueron claves de una operación que indudablemente fue exitosa y
dio lugar a avances impactantes.
Treinta años después del
nacimiento de este campo historiográfico, algunos de quienes allí nos formamos
y desempeñamos laboralmente, y que estamos identificados con él, nos
planteamos, a la luz del paso del tiempo pero sobre todo de la coyuntura que vivimos,
la necesidad de discutir algunas de esas marcas, como señaló Daniel Sazbón en
la entrada “Cruces” que abrió este blog. Obviamente, de tanto en tanto se han discutido los rasgos de este campo (recuerdo en particular el "Manifiesto de octubre" de 1996), pero hoy es importante volver a hacerlo porque hay un desfasaje entre algunas de sus marcas fundacionales y nuestra realidad. De hecho hay cambios en marcha: por ejemplo, y afortunadamente, la narración, la
antiquísima función de contar historias, está regresando lentamente a la
legitimidad académica.
En este texto quiero señalar otro punto, de los varios posibles, para plantear una discusión sobre la matriz del campo historiográfico y su legado, atendiendo a la tendencia predominante en la producción que se ha ocupado de Argentina, que es lógicamente la más importante entre las que muchas que existen en el país. Para ello haré un enorme reduccionismo, que debería ser matizado si éste fuera un texto académico. Pero no lo es y por eso paso por encima de grandes excepciones a lo que planteo. Además, lo que escribo se centra en Buenos Aires y soy consciente de que no ha sido igual en todo el país, pero sí es evidente que mucho de lo realizado en la Capital influyó fuertemente en otros espacios.
En este texto quiero señalar otro punto, de los varios posibles, para plantear una discusión sobre la matriz del campo historiográfico y su legado, atendiendo a la tendencia predominante en la producción que se ha ocupado de Argentina, que es lógicamente la más importante entre las que muchas que existen en el país. Para ello haré un enorme reduccionismo, que debería ser matizado si éste fuera un texto académico. Pero no lo es y por eso paso por encima de grandes excepciones a lo que planteo. Además, lo que escribo se centra en Buenos Aires y soy consciente de que no ha sido igual en todo el país, pero sí es evidente que mucho de lo realizado en la Capital influyó fuertemente en otros espacios.
Cuando era estudiante en la
carrera de historia de la UBA, en los años 90, se solía criticar de la
historiografía imperante su “despolitización”. Claramente, la producción
académica no tiene por qué estar alejada de los posicionamientos políticos en
la misma obra, como es evidente al echar una mirada sobre lo que ocurre en
EEUU, Inglaterra o Francia, lugares que han influido en la “puesta a punto”
local de los 80. Sin embargo, la operación posdictatorial llevó en Argentina a
una búsqueda de asepsia cientificista, que alejó a la historiografía académica
de la tradición de historia militante de décadas previas y marcó un corte
profundo con ella. Las críticas por la supuesta “despolitización” provenían
sobre todo de quienes añoraban esa historia militante, convertida en un fetiche
y en una carga pesada: para algunos los historiadores debían ser “intelectuales comprometidos”, fundamentalmente con la
revolución. Como toda imposición, tal postura generaba menos entusiasmo que
culposo desgano y además reincidía en el cliché de considerar a los
“intelectuales” no como trabajadores, como gente normal, sino como una casta
portadora de una misión trascendente (el viejo elitismo de la vanguardia).
Visto el problema desde 2012, bienvenido quien quiera hacer una historia
militante y bienvenido quien no; uno de los pocos puntos en los que en mi
opinión vale la pena adoptar una posición liberal.
Volviendo a la “despolitización”
de los 80, hay que sostener que ella en verdad no existió. Fue tan rotundo el
éxito de la operación reorganizadora del campo, que la “repolitización”
realizada logró hacerse carne de tal modo que en frecuentes charlas con colegas
surge que muchos piensan que realmente
la historiografía académica busca la neutralidad. Es decir, todos aceptan en
general que la objetividad no existe, pero esto no se señala abiertamente en
los textos. Ello se debe en buena medida al amplio triunfo de una perspectiva que ha eludido posicionamientos explícitos pero se ha sostenido en supuestos políticos que siguen siendo sólidos: ataque a los autoritarismos del
pasado, condena de las violaciones históricas de los DDHH, celebración de la
democracia y la tolerancia, mirada positiva sobre los procesos de
modernización.
En función de los dos primeros
puntos se puede entender que una historiografía muy cuidadosa de realizar juicios
explícitos sobre el pasado pudiera criticar sin tapujos –y con profusión de
adjetivos– a las dictaduras o a personajes como Uriburu y Onganía. En cambio,
si alguien tenía una mirada adversa sobre el peronismo, el comunismo, el
sindicalismo, sobre Rosas o Mitre, no la explicitaba en lo posible en el texto,
ni con afirmaciones contundentes ni con adjetivos reprobatorios. Hacer esto último
se convirtió en algo mal visto. Por supuesto, la visión del autor permeaba en
los textos, pero quien la postulaba se cuidaba de no ponerla de manifiesto. El
éxito de esta práctica hizo que personas que difieren políticamente hayan
encontrado un terreno de acuerdo en el pasado. Las discusiones que uno puede
mantener con colegas sobre el presente son menos duras o incluso nulas en los
fuertes consensos que priman en la mirada histórica. La profesionalización del
campo, las formas, contribuyen a ello, y ciertamente no es lo mismo cuando se opina
en un bar sobre un asunto actual que cuando se realiza un análisis de una
cuestión siguiendo las pautas disciplinares. Pero el eludir la política es sólo
una cortina de humo: ella está presente de todos modos.
Esto se aprecia en los otros
puntos que señalé de la mirada impuesta en los 80. Empiezo por la valorización
de la democracia y la tolerancia. Ella dio lugar a la construcción de un modelo
ideal, sostenido en la conjunción de lo que puede llamarse una actitud “socialdemócrata”
con otra “liberal” –en Argentina muy emparentadas– por la cual una de las formas posibles de democracia
fue transformada en la única válida. A partir de ese modelo se han interpretado
y de hecho juzgado frecuentemente el pasado y el presente del país. Desde allí,
varios temas, pero en particular la cuestión del peronismo, del populismo, han
sido presentados –en general no explícitamente– como un problema, una
desviación del modelo. Hace poco Pablo Palomino definió –en una conversación
que tuvimos– a esta mirada como “normativa”: ver las cosas como deberían ser o
haber sido y no como son o fueron. Pensar desde ahí. Y eso no contribuye a
entender una realidad o a comprender el pasado. En ese sentido se expresaba en
1993 Eduardo Rinesi (en Seducidos y
abandonados), cuando se quejaba de la insistencia en abordar al peronismo
como un “enigma”, en suma una anomalía. Que corresponde además a una normalidad
inexistente, una construcción abstracta: aquella en la que imperan la libertad
individual plena, la división de poderes incontaminada de intereses, la
tolerancia y la protección social. Un lugar así, claro, vive sólo en la
imaginación. Obviamente todos tienen derecho a soñar con él, el problema es
tratar a lo que no se ajusta a ese modelo como una "oportunidad perdida" o como algo imperfecto, fracasado, descarriado; operación que se hace habitualmente, pero de manera soterrada. El viejo estigma del
eurocentrismo sigue allí, casi incólume. Y esto ocurre muchas veces
inconscientemente. Está tan arraigada la idea de que ese debe ser el punto de
llegada, que para algunos no parece evidente que forman parte de tal concepción
historiográfica.
Es tal vez por eso –especulo y para
dar un ejemplo– que la derecha nacionalista, de un desarrollo importante en
Argentina pero de menor peso concreto que otras tendencias políticas, haya
recibido más atención historiográfica que la derecha liberal, tanto más
decisiva –y en los hechos tanto más perjudicial para la mayoría de la sociedad–
en la historia del país (la línea que va del roquismo a Agustín Justo, Aramburu
y Videla, Martínez de Hoz y Cavallo).
Finalmente, la cuestión de la
modernización. En general ha existido en la historiografía forjada en los 80 la
tendencia a ver con buenos ojos la novedad, a distinguir los avances de la
democracia, la individuación, la tolerancia frente a posturas muchas veces
presentadas como “conservadoras” o “tradicionales”, términos claramente
peyorativos. El problema es que el ensalzamiento de algunos aspectos oculta
otros. Presento un ejemplo: en 1826 los unitarios impulsaron la libertad de
cultos en Argentina y frente a ello Facundo Quiroga, convertido al federalismo,
levantó la bandera de “religión o muerte”. El panorama parece claro: una
actitud conservadora frente a una medida liberal por excelencia. El problema es
que si se le da un sentido positivo a esta medida liberal, algo indiscutible
desde el hoy, eso puede llevar a considerar que el grupo modernizador tuvo en general una actitud más positiva, constructora
de progreso. Ahora bien, al analizar la actitud de los unitarios respecto de
las clases populares y compararla con la de los “tradicionales” federales –cómo
atendían unos y otros a los intereses populares– el lugar de la positividad se
modifica (salvo que se juzgue como demagógica una construcción política con
apoyo popular, algo que de tanto en tanto se sigue lamentablemente deslizando…).
Tal como advirtió Elías Palti (en “La modernidad como problema”), la asociación
de modernidad con democracia e individualismo y de tradición
con organicismo y autoritarismo lleva al teleologismo y a consideraciones
ahistóricas. Agregaría que enamorarse de lo evolutivo, de cualquier
modernización, puede alejar al observador de la experiencia de los seres
humanos que experimentaron ese proceso. Como ha ocurrido con el modelo agroexportador
consolidado a fines del siglo XIX, muy duro para los de abajo y creador de una
enorme desigualdad social decisiva para el futuro argentino, que fue sin
embargo gratamente recordado por muchos historiadores en ocasión del
Bicentenario.
E incluso apreciaciones sobre fenómenos
similares del pasado no han sido ecuánimes, pese a su pretensión. En los
últimos treinta años se remarcaron, con razón, los rasgos autoritarios y los
crímenes políticos del rosismo, pero la mirada fue en general más exculpatoria
con los dichos y hechos de Sarmiento sobre las clases populares o con las
atrocidades cometidas por los roquistas tras la Conquista del Desierto,
atenuadas retrospectivamente en nombre de comprender que en el contexto esas
cosas eran lógicas (pero por alguna razón lo eran menos las cometidas por el
rosismo, tal vez por “tradicional”, tal vez por “proto-populista”). En 1841 un
ejército porteño –comandado por un oriental– devastó el interior contrario a
Rosas; en 1862 otro ejército porteño –comandado por un oriental– devastó el
interior contrario a Mitre (contra ambas incursiones combatió el Chacho Peñaloza), pero en esta segunda oportunidad se presentaba como
“ejército nacional” y los desastres por él cometidos, que nadie obviamente
reivindica, se mitigan un poco –implícitamente– en algunas miradas, debido a
que el objetivo era la organización, la modernización. Ella, como valor, da
lugar a evaluaciones diferentes sobre hechos casi idénticos.
No me parece que lo mejor sea
buscar una verdadera ecuanimidad sino, tal vez, explicitar algunos
posicionamientos y simpatías en el pasado, algo que no va en contra de la
rigurosidad ni mucho menos. No digo, claro está, que alguien tenga que tomar
partido por unitarios o federales (aunque si quiere hacerlo, no está mal, como
señaló Ezequiel Adamovsky en el nº 8 de la revista Nuevo Topo), pero sí que haga más explícitas sus inclinaciones (no
negarlas a rajatabla). Porque ellas existen, están siempre presentes. Ello
puede ayudar a superar esa suerte de mirada “progresista”, hija de los 80, que ha
mostrado fisuras claras desde el 2001 pero sigue siendo una matriz sólida. Mantener
todo lo provechoso que la recomposición del campo historiográfico académico ha
aportado no implica conservar esa perspectiva, que es problemática y en
particular no es adecuada para entender el presente. Necesitamos, una vez más,
hacer una discusión sobre nuestra historiografía académica.
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