junio 13, 2012


The Byrds

Por Martín Rodríguez

El Cordobazo es el Mayo Francés argentino; una posibilidad tan abierta de una ciudad que se hizo “de todos” y mundial, contra una dictadura corporativista, falangista, medieval, tan poco atractiva como la del olvidable señor Onganía.

Definió la suerte de su gobierno y el ingreso a la historia de Lanusse. Un general liberal y mejor político como mínimo. ¿Quién no quería su foto ahí, entre los adoquines levantados de la ciudad de Córdoba? Recuerdo el padre cirujano (y bastante rico) de un compañero de escuela, en los años 90, en Buenos Aires, un hombre más bien conservador, un amable simpatizante de las reformas de aquella década de Menem, que no se privaba de reivindicar su paso por la lucha callejera de esos días. ¿Hasta dónde el Cordobazo no sufre la relevancia sentimental de un cierto regionalismo? Una ciudad de piedra que estalla. Es, además, lo contrario a la experiencia de guerrilla rural tucumana, compuesta por “forasteros”, por jóvenes proletarizados que leían los diarios del Che como a una cábala.

Todas las izquierdas tuvieron su escenario de lucha en el Cordobazo. Peronistas, radicales, comunistas, maoístas, primeras organizaciones armadas. El Cordobazo reúne todos los condimentos de ese sueño tornado pesadilla que se dibuja en la pantalla de la década de 1970 y que se presume superador de la experiencia peronista. De ese modo el Cordobazo inaugura los años 70. No es mi posición, pero es una representación ideal, básicamente, de la izquierda no peronista donde se imantan muchos sentidos.

Veamos qué sentidos están dispersos alrededor de esa canilla inagotable:

Los obreros calificados hacen la revolución. (Más alto es el piso, mejor la calidad de las demandas.) Lo que permite estimar de un modo más o menos razonable el lugar de una vanguardia obrera calificada, que no actúa haciendo centro en el peronismo.

No emerge como figura hegemónica de la calle el peronismo. El peronismo es parte pero no es el todo. Córdoba, provincia y capital, es región de experiencias políticas que muy por derecha y muy por izquierda componen un abanico de alternativas políticas de las que el peronismo es parte. No es la consigna de Perón Vuelve el leit motiv de esa ciudad, ese mes, ese año.

Se combina como nunca antes la acción obrero- estudiantil. Postal del “obreros y estudiantes/unidos adelante” con el perfil de un dirigente de la izquierda como Agustín Tosco. Figura celebrada incluso por la izquierda del partido Radical, quien es capaz de marcarle el ritmo al sindicalismo más ortodoxo y poderoso.

Ocurre en el cordón industrial y en una ciudad que es “la voz del interior”. Es una revuelta federal, en tanto descentra o desplaza el conflicto de la ciudad-puerto, y también del campo agrario. Tampoco es una periferia donde se desarrolla 1 Vietnam, en cambio sí es un corazón industrial que propone una versión más profunda o arraigada de la estructura de la época.

Produce el efecto de un imaginario donde se combinan organización y contagio. Tiene un itinerario de hechos concretos y organizados, y a la vez un efecto dominó en el clima de una ciudad que era, como otras, como Buenos Aires o Rosario, un hervidero ideológico, una “asamblea permanente”.

Sin embargo, una visión retrospectiva termina por diseñar en el impacto del Cordobazo más un punto de llegada, una implosión, que la apertura de un camino. Por supuesto que esto visto a casi medio siglo de distancia. El Cordobazo, como buen hecho de los 60’s, produce su “beatlemanía” y rápidamente se descompone en itinerarios desparejos y dispersos por el rigor de una década que iba a ser iniciada exactamente un año después, en un hecho desproporcionado y desconcertante, absolutamente asimétrico con el despliegue de energías e ideología del Cordobazo, que fue el Aramburazo. El secuestro y la ejecución del ex presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu por parte de la incipiente guerrilla Montoneros. Ese secuestro, su pequeño dispositivo de “juicio popular” y la ejecución sumaria, inauguran una época que empieza en esa clandestinidad y termina en la clandestinidad estatal. Un camino de solitarios a espaldas del telón de fondo social que empieza en Timote y concluye en los sótanos de la ESMA. Una competencia para-estatal. El arribo de una acción armada que utiliza instrumentos de justicia militar en nombre del pueblo, y cuya acción desmesurada, poderosa y de naciente legitimidad pública, descontrola las percepciones del conflicto social en Argentina.

El Cordobazo, así, podría ser visto como el último día de los dorados 60’s o la última edad de la inocencia hasta el arribo de la realidad de la Argentina peronista, de la puesta en marcha de la Doctrina de Seguridad Nacional y de contradicciones crudas y menos universales (que las representaciones de la izquierda). El fenómeno cultural del Cordobazo choca su calesita contra la situación real. La película melancólica de una izquierda para la que todo Cordobazo pasado fue mejor. Quedan una postal, un puñado de canciones y consignas, un gran disco doble de los chicos de pelo largo cruzando la calle. Y si esto fuera una película en este momento debería sonar la gran banda de rock Aquelarre.

(Escrito para la revista Bicentenario, nro. 2, de la Subsecretaría de Gestión y Coordinación de Políticas Universitarias del Ministerio de Educación de la Nación)


mayo 29, 2012

Para una nueva discusión sobre nuestra historiografía académica



Hace 30 años, mientras se consumaba la derrota en Malvinas y comenzaba el derrumbe de la Dictadura, empezó el lento diseño de un nuevo campo historiográfico académico que se impondría a mediados de los 80. Sus características son conocidas. Se fundaron en la voluntad de homologar a la producción de historia en Argentina con las de las historiografías académicas de otros países, estableciendo criterios “científicos” (de las Ciencias Sociales) para evaluar lo calidad de un texto, como la presentación de la evidencia en el escrito, explicitación de un estado de la cuestión, rigurosidad en el análisis y distancia crítica con el objeto de estudio. Se seleccionó una “historiografía tradicional” con la que se discutiría para construir el nuevo conocimiento y se redujo a otras corrientes –como el Revisionismo– a la categoría de “fuentes”. En cuanto al formato de exposición, la renovación historiográfica se alejó mayoritariamente de la tradición de contar los hechos de manera cronológica e incluso abandonó cualquier tipo de relato clásico para buscar una presentación temática, sobria y sin pretensiones narrativas. Nuevos temas, nuevas perspectivas, nuevas metodologías fueron claves de una operación que indudablemente fue exitosa y dio lugar a avances impactantes.

Treinta años después del nacimiento de este campo historiográfico, algunos de quienes allí nos formamos y desempeñamos laboralmente, y que estamos identificados con él, nos planteamos, a la luz del paso del tiempo pero sobre todo de la coyuntura que vivimos, la necesidad de discutir algunas de esas marcas, como señaló Daniel Sazbón en la entrada “Cruces” que abrió este blog. Obviamente, de tanto en tanto se han discutido los rasgos de este campo (recuerdo en particular el "Manifiesto de octubre" de 1996), pero hoy es importante volver a hacerlo porque hay un desfasaje entre algunas de sus marcas fundacionales y nuestra realidad. De hecho hay cambios en marcha: por ejemplo, y afortunadamente, la narración, la antiquísima función de contar historias, está regresando lentamente a la legitimidad académica.

En este texto quiero señalar otro punto, de los varios posibles, para plantear una discusión sobre la matriz del campo historiográfico y su legado, atendiendo a la tendencia predominante en la producción que se ha ocupado de Argentina, que es lógicamente la más importante entre las que muchas que existen en el país. Para ello haré un enorme reduccionismo, que debería ser matizado si éste fuera un texto académico. Pero no lo es y por eso paso por encima de grandes excepciones a lo que planteo. Además, lo que escribo se centra en Buenos Aires y soy consciente de que no ha sido igual en todo el país, pero sí es evidente que mucho de lo realizado en la Capital influyó fuertemente en otros espacios.

Cuando era estudiante en la carrera de historia de la UBA, en los años 90, se solía criticar de la historiografía imperante su “despolitización”. Claramente, la producción académica no tiene por qué estar alejada de los posicionamientos políticos en la misma obra, como es evidente al echar una mirada sobre lo que ocurre en EEUU, Inglaterra o Francia, lugares que han influido en la “puesta a punto” local de los 80. Sin embargo, la operación posdictatorial llevó en Argentina a una búsqueda de asepsia cientificista, que alejó a la historiografía académica de la tradición de historia militante de décadas previas y marcó un corte profundo con ella. Las críticas por la supuesta “despolitización” provenían sobre todo de quienes añoraban esa historia militante, convertida en un fetiche y en una carga pesada: para algunos los historiadores debían ser “intelectuales comprometidos”, fundamentalmente con la revolución. Como toda imposición, tal postura generaba menos entusiasmo que culposo desgano y además reincidía en el cliché de considerar a los “intelectuales” no como trabajadores, como gente normal, sino como una casta portadora de una misión trascendente (el viejo elitismo de la vanguardia). Visto el problema desde 2012, bienvenido quien quiera hacer una historia militante y bienvenido quien no; uno de los pocos puntos en los que en mi opinión vale la pena adoptar una posición liberal.

Volviendo a la “despolitización” de los 80, hay que sostener que ella en verdad no existió. Fue tan rotundo el éxito de la operación reorganizadora del campo, que la “repolitización” realizada logró hacerse carne de tal modo que en frecuentes charlas con colegas surge que muchos piensan que realmente la historiografía académica busca la neutralidad. Es decir, todos aceptan en general que la objetividad no existe, pero esto no se señala abiertamente en los textos. Ello se debe en buena medida al amplio triunfo de una perspectiva que ha eludido posicionamientos explícitos pero se ha sostenido en supuestos políticos que siguen siendo sólidos: ataque a los autoritarismos del pasado, condena de las violaciones históricas de los DDHH, celebración de la democracia y la tolerancia, mirada positiva sobre los procesos de modernización.

En función de los dos primeros puntos se puede entender que una historiografía muy cuidadosa de realizar juicios explícitos sobre el pasado pudiera criticar sin tapujos –y con profusión de adjetivos– a las dictaduras o a personajes como Uriburu y Onganía. En cambio, si alguien tenía una mirada adversa sobre el peronismo, el comunismo, el sindicalismo, sobre Rosas o Mitre, no la explicitaba en lo posible en el texto, ni con afirmaciones contundentes ni con adjetivos reprobatorios. Hacer esto último se convirtió en algo mal visto. Por supuesto, la visión del autor permeaba en los textos, pero quien la postulaba se cuidaba de no ponerla de manifiesto. El éxito de esta práctica hizo que personas que difieren políticamente hayan encontrado un terreno de acuerdo en el pasado. Las discusiones que uno puede mantener con colegas sobre el presente son menos duras o incluso nulas en los fuertes consensos que priman en la mirada histórica. La profesionalización del campo, las formas, contribuyen a ello, y ciertamente no es lo mismo cuando se opina en un bar sobre un asunto actual que cuando se realiza un análisis de una cuestión siguiendo las pautas disciplinares. Pero el eludir la política es sólo una cortina de humo: ella está presente de todos modos.

Esto se aprecia en los otros puntos que señalé de la mirada impuesta en los 80. Empiezo por la valorización de la democracia y la tolerancia. Ella dio lugar a la construcción de un modelo ideal, sostenido en la conjunción de lo que puede llamarse una actitud “socialdemócrata” con otra “liberal” –en Argentina muy emparentadas– por la cual una de las formas posibles de democracia fue transformada en la única válida. A partir de ese modelo se han interpretado y de hecho juzgado frecuentemente el pasado y el presente del país. Desde allí, varios temas, pero en particular la cuestión del peronismo, del populismo, han sido presentados –en general no explícitamente– como un problema, una desviación del modelo. Hace poco Pablo Palomino definió –en una conversación que tuvimos– a esta mirada como “normativa”: ver las cosas como deberían ser o haber sido y no como son o fueron. Pensar desde ahí. Y eso no contribuye a entender una realidad o a comprender el pasado. En ese sentido se expresaba en 1993 Eduardo Rinesi (en Seducidos y abandonados), cuando se quejaba de la insistencia en abordar al peronismo como un “enigma”, en suma una anomalía. Que corresponde además a una normalidad inexistente, una construcción abstracta: aquella en la que imperan la libertad individual plena, la división de poderes incontaminada de intereses, la tolerancia y la protección social. Un lugar así, claro, vive sólo en la imaginación. Obviamente todos tienen derecho a soñar con él, el problema es tratar a lo que no se ajusta a ese modelo como  una "oportunidad perdida" o como algo imperfecto, fracasado, descarriado; operación que se hace habitualmente, pero de manera soterrada. El viejo estigma del eurocentrismo sigue allí, casi incólume. Y esto ocurre muchas veces inconscientemente. Está tan arraigada la idea de que ese debe ser el punto de llegada, que para algunos no parece evidente que forman parte de tal concepción historiográfica.

Es tal vez por eso –especulo y para dar un ejemplo– que la derecha nacionalista, de un desarrollo importante en Argentina pero de menor peso concreto que otras tendencias políticas, haya recibido más atención historiográfica que la derecha liberal, tanto más decisiva –y en los hechos tanto más perjudicial para la mayoría de la sociedad– en la historia del país (la línea que va del roquismo a Agustín Justo, Aramburu y Videla, Martínez de Hoz y Cavallo).

Finalmente, la cuestión de la modernización. En general ha existido en la historiografía forjada en los 80 la tendencia a ver con buenos ojos la novedad, a distinguir los avances de la democracia, la individuación, la tolerancia frente a posturas muchas veces presentadas como “conservadoras” o “tradicionales”, términos claramente peyorativos. El problema es que el ensalzamiento de algunos aspectos oculta otros. Presento un ejemplo: en 1826 los unitarios impulsaron la libertad de cultos en Argentina y frente a ello Facundo Quiroga, convertido al federalismo, levantó la bandera de “religión o muerte”. El panorama parece claro: una actitud conservadora frente a una medida liberal por excelencia. El problema es que si se le da un sentido positivo a esta medida liberal, algo indiscutible desde el hoy, eso puede llevar a considerar que el grupo modernizador tuvo en general una actitud más positiva, constructora de progreso. Ahora bien, al analizar la actitud de los unitarios respecto de las clases populares y compararla con la de los “tradicionales” federales –cómo atendían unos y otros a los intereses populares– el lugar de la positividad se modifica (salvo que se juzgue como demagógica una construcción política con apoyo popular, algo que de tanto en tanto se sigue lamentablemente deslizando…). Tal como advirtió Elías Palti (en “La modernidad como problema”), la asociación de modernidad con democracia e individualismo y de tradición con organicismo y autoritarismo lleva al teleologismo y a consideraciones ahistóricas. Agregaría que enamorarse de lo evolutivo, de cualquier modernización, puede alejar al observador de la experiencia de los seres humanos que experimentaron ese proceso. Como ha ocurrido con el modelo agroexportador consolidado a fines del siglo XIX, muy duro para los de abajo y creador de una enorme desigualdad social decisiva para el futuro argentino, que fue sin embargo gratamente recordado por muchos historiadores en ocasión del Bicentenario.

E incluso apreciaciones sobre fenómenos similares del pasado no han sido ecuánimes, pese a su pretensión. En los últimos treinta años se remarcaron, con razón, los rasgos autoritarios y los crímenes políticos del rosismo, pero la mirada fue en general más exculpatoria con los dichos y hechos de Sarmiento sobre las clases populares o con las atrocidades cometidas por los roquistas tras la Conquista del Desierto, atenuadas retrospectivamente en nombre de comprender que en el contexto esas cosas eran lógicas (pero por alguna razón lo eran menos las cometidas por el rosismo, tal vez por “tradicional”, tal vez por “proto-populista”). En 1841 un ejército porteño –comandado por un oriental– devastó el interior contrario a Rosas; en 1862 otro ejército porteño –comandado por un oriental– devastó el interior contrario a Mitre (contra ambas incursiones combatió el Chacho Peñaloza), pero en esta segunda oportunidad se presentaba como “ejército nacional” y los desastres por él cometidos, que nadie obviamente reivindica, se mitigan un poco –implícitamente– en algunas miradas, debido a que el objetivo era la organización, la modernización. Ella, como valor, da lugar a evaluaciones diferentes sobre hechos casi idénticos.

No me parece que lo mejor sea buscar una verdadera ecuanimidad sino, tal vez, explicitar algunos posicionamientos y simpatías en el pasado, algo que no va en contra de la rigurosidad ni mucho menos. No digo, claro está, que alguien tenga que tomar partido por unitarios o federales (aunque si quiere hacerlo, no está mal, como señaló Ezequiel Adamovsky en el nº 8 de la revista Nuevo Topo), pero sí que haga más explícitas sus inclinaciones (no negarlas a rajatabla). Porque ellas existen, están siempre presentes. Ello puede ayudar a superar esa suerte de mirada “progresista”, hija de los 80, que ha mostrado fisuras claras desde el 2001 pero sigue siendo una matriz sólida. Mantener todo lo provechoso que la recomposición del campo historiográfico académico ha aportado no implica conservar esa perspectiva, que es problemática y en particular no es adecuada para entender el presente. Necesitamos, una vez más, hacer una discusión sobre nuestra historiografía académica.

marzo 30, 2012

Malvinas



Compartimos dos  notas que nos permiten (y nos obligan) discutir Malvinas, a pocos días de cumplirse los 30 años de la guerra: esta de nuestro amigo Martín Rodríguez, y esta otra, de Verónica Tozzi, del Pingüino de Minerva.

Cruces

Foto: Wind Creatures

Algunos de nosotros, historiadores profesionales, muchos surgidos en Puán 480, nos hemos empezado a hacer algunas preguntas sobre los supuestos en los que descansan nuestras prácticas. Sobre la institución que ha dejado sus huellas en nosotros.

La formación académica nos obligó a someter nuestras presunciones al rigor del método. A manejar un adecuado aparato de referencias bibliográficas. A encadenar el vuelo de la teoría al ancla de las fuentes. A prevenirnos contra los anacronismos. A no arrojarnos hacia las conclusiones. A que el ensayismo es anatema.

Se nos enseñó que desmitificar es empezar a conocer. Que la distancia y el desapego revelan, mientras que la cercanía y el involucramiento obturan.

Esas marcas ya son nuestras.


Sabemos del cuidado que debemos tener ante los enunciados demasiado asertivos. De la importancia del matiz. De la divinidad que habita en los detalles.


Aprendimos a desconfiar de toda explicación simple y directa. A reconocer la distancia entre la infinita filigrana del mundo y la pobre parcela que recorta nuestra mirada.

Que el tajo de una afirmación categórica corta y deshace la trama de las cosas, dejándonos sólo con la engañosa sencillez de sus hilos.

Sabemos que el mapa no es el territorio, y que un cuadro no es una pipa.


Todo esto lo sabemos bien. Y sin embargo... 

Desconfiábamos de la asepsia valorativa de la historia “académica”, y de la nulidad cognoscitiva de la “militante”. Percibíamos la politicidad de la primera y la capacidad de penetración de la segunda.

Si esto ya era así, en estos días, este tiempo que nos ha tocado, estos años que encrespan ánimos y alegran corazones, hemos revisado con más atención el equipaje con el que contamos.

El kirchnerismo ha sido para muchos, entre tantas cosas, una forma de plantearnos preguntas sobre lo que hacemos. Sobre qué quiere decir exactamente ser historiadores.

Hemos estado tentados, aún más que antes, a cruzar lo que se nos llamaba a separar. A pensar históricamente la política, y políticamente la historia.


Pero esto no quiere decir que se trata de renegar de lo aprendido. ¿Queremos, podemos, desembarazarnos de esas marcas? ¿Dejar caer el ropaje del académico para sencillamente vestirnos de otra cosa? ¿Cuánto de nosotros se iría con ese atuendo?

Quizás la pregunta sea más sencilla, y a la vez más incómoda. Quizás debamos preguntarnos qué de la historia “profesional” queremos seguir manteniendo, y qué nos incomoda. Qué nos atrae de los historiadores que han quedado expulsados del cielo de la disciplina, y qué nos sigue pareciendo irremediablemente lejano y ajeno.

Quizás tengamos que plantearnos un "esto de la academia sí, esto de la academia no".

¿Es el rigor, el método, lo que debemos y queremos preservar? ¿La precisión de los términos, el lenguaje estricto, los conceptos afinados? ¿Es la distancia prudente entre lo que queremos decir y lo que podemos comprobar? ¿Es el respeto debido a la inagotable complejidad de los problemas, el rechazo a las simplificaciones?

¿Nos molesta la aridez de su escritura, su incapacidad para ser accesibles a lecturas que no estén iniciadas en los códigos de la disciplina? ¿La facilidad con la que el reconocimiento de la inabarcabilidad última del mundo funciona como excusa para negarse a afirmar nada sobre él? ¿El grado en el que el obligatorio andamiaje bibliográfico obtura las posibilidades creativas de la imaginación?


¿Nos atrae la soltura de palabra, la libertad de enunciación, la elegancia del lenguaje desprovisto del lastre que impone el canon académico? ¿Nos seduce la osadía de sus aseveraciones? ¿Su facilidad para hacerse carne en sus lectores?


¿O lo que nos molesta es la forma en la que el registro académico diluye lo político? ¿El grado en que lo escamotea, lo niega, y a la vez lo actúa? ¿Queremos poner el cuerpo donde las reglas nos exigen que debemos correrlo? ¿Pensamos acaso que la cercanía también habilita, que la distancia también oculta?


De esto queremos hablar.